El trabajo en los tiempos de estudio

Por Jaqueline Arthur

No son pocos aquellos estudiantes que deben sacrificar algunas horas para poder obtener un ingreso que les permita hacer más fácil la subsistencia. A pesar del frío del exterior y de la pintura gris cemento, que en otra oportunidad resultaría apagada, el bar se encuentra iluminado por luces cálidas que otorgan a ese espacio dentro de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales cierta sensación tibieza y familiaridad a aquellos que transitan ese sitio cada día.

De la marquesina, que simula un pizarrón, cuelgan precios de comidas y otros anuncios; pero además, junta retazos de frases y canciones que intentan guardan cierta relación con el denominado “Bar de la Memoria”. En el mostrador símil madera descansa un ajedrez a la espera de ser utilizado por algún estudiante que busque matar el tiempo. Al contrario de otros días, hoy no hay música que inunde el lugar, sólo el murmullo de los estudiantes que se asemeja al zumbido de una colmena, las uñas de los perros que pasean entre las mesas en busca de migajas y el golpeteo en el techo de aquellas hojas que son movidas por el viento.

Cuatro personas se impacientan frente al mostrador. Caminan en el lugar, cambian su peso de una pierna a otra, se alejan y se vuelven a acercar. Luego de dos o tres minutos se incorporan más de ellos, clientes, a la espera. Todos miran por la pequeña ventanita que separa la cocina del espacio, tras el mostrador, donde se ubican aquellos estudiantes que trabajan en el bar. El muchacho aparece por la puerta del costado y dice “hola”. No es un saludo alegre o molesto, ni siquiera es un saludo cansado. Son sólo cuatro letras que, con la repetición constante, se vuelven monótonas y pierden el carácter de saludo para transformarse en el pie para que aquella persona, al otro lado, realice el encargo que lo pondrá manos a la obra para satisfacer el pedido del momento.

Juan Pablo es estudiante de la facultad. Hace cuatro años comenzó a estudiar el Profesorado de Inglés y, hace tres, a trabajar en el facubar. “Empecé de franquero porque necesitaba la plata. Vi la posibilidad de entrar, porque conocí a los chicos que estaban antes”, confiesa, pero ya van dos años que está fijo y se pregunta si eso es bueno, si es un avance o un retroceso para él y su carrera.

Viene de Villa Regina y vive en la residencias de la facultad. Juan Pablo, cuenta: “El dinero que gano no es suficiente para darme lujos, sólo para lo fundamental: comer, pagar las cuentas”. Dice que es básicamente lo mismo que debe enfrentar cada estudiante que, además de estudiar, trabaja. Luego de unos segundos en silencio, segundos que usa para pensarse y recordar, para traer a su familia al presente, agrega: “Igual en mi casa nunca tuvimos grandes lujos, vivíamos con lo justo y necesario. Crecí así, aprendiendo a subsistir con lo que gano”.

Sin inmutarse el muchacho va y viene. Abre la heladera, prepara té, café, pasa galletitas, alfajores y caramelos, recibe dinero, devuelve un vuelto y saluda nuevamente. Los que antes eran cuatro clientes, se convirtieron en trece. Al cabo de diez minutos los atiende a todos y vuelve a quedarse solo detrás del mostrador. Nuevamente se llena de gente a la espera de un empleado que sin perturbarse va y viene del mostrador a la cocina.

En algún momento sucede. Un cliente o una clienta lo saluda de manera diferente o le pregunta cómo está y se gana una sonrisa del muchacho que cada día lucha por mantener el equilibrio entre un trabajo demandante y unos estudios que exigen un ciento por ciento de su concentración.

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