Mujer revolución

Por Florencia Morales

Estaba en su sofá favorito intentando escribir una monografía que venía posponiendo hace tres semanas. En ese momento el único sonido que había en el comedor era el de las teclas de la computadora que pulsaba con rapidez y el TIC TAC del reloj adornado con flores de papel que estaba en el pasillo. Gabriela me miraba de reojo, tratando de disimular pero me daba cuenta cuando se reía.

En un momento se cansó, sentía que tenía el cerebro quemado, por decirlo de alguna manera, y me invitó a caminar un rato, a despejar la cabeza y sacar esa mala onda que le había dejado el no poder terminar de inmediato con ese trabajo que tanto le encantaba y odiaba a la vez.

La acompañé a una plaza que está ubicada a unas siete cuadras de su departamento, hacía un poco de frío, estaba soleado y el sol brillaba como un típico día de primavera. Me contaba que era uno de sus lugares favoritos y que a veces encontraba inspiración allí. Nos sentamos al lado de un árbol que está en uno de los extremos de la plaza, había un par de niños jugando a la pelota, tratando de aprovechar la tarde.

Empezamos a tener charlas sobre el feminismo, la sororidad, el cuerpo, el aborto, la sexualidad, hasta que en un momento nos quedamos sin palabras. Gabriela miró la hora. Me contaba de todo el tiempo que habíamos pasado intercambiando opiniones, también historias íntimas de su vida, de cuando era chica. Creería que a cualquiera que le haya contado lo que me dijo le hubiera impactado. En un momento agachó la cabeza y sonrió, en ese instante, en esas milésimas de segundo la vi y entendí que no tapa sus ojeras, ella las pone en exposición, porque sus ojos -en cualquier estado en el que estén- son la mayor obra de arte.

Pude notar que llevaba una corona de espinas que le dejaron sus amores, sus tropiezos, caídas y frustraciones, pero aun así ríe como una loca cuando escucha su canción favorita. Y otras, por distintas circunstancias de la vida, llora como loca cuando escucha que han dejado de dedicarle canciones hace mil sonrisas. Pareciera que fue sacada de un libro, dramática, inevitable, imprescindible, lo de ella es el vértigo cuando se enamora, luego sus heridas hablan de su infierno. Nadie tiene el derecho de hablar de incendios ajenos si aún no sabe cuánto quema el propio.

Ella es viajera e inestable, impuntual y valiente, impredecible como las peores tormentas que azotan la vida. Gabriela es esa sonrisa que el viento trata de llevarse, pero es tan poderosa y fuerte que ni el peor de los huracanes puede arrastrarla con su baile. Es la mujer que verás haciendo revolución, que verás preocupada por la persona que tiene al lado, la verás ser valiente, Gabriela es la que marcha en las calles, la que se pinta los labios rojos y le grita a los leones que es libre y que es suya, más que de cualquier idiota.

El reloj marcó las 20.15 y ya estábamos tiritando de frío. Me puse de pie, la ayudé a levantarse y la abracé, me abrazó con más fuerza y me dijo lo mucho que me quería, que era una de sus personas favoritas y que ojalá nunca se termine nuestra amistad. La volví a abrazar, nos miramos y la acompañé hasta su casa. De nuevo, me dio un beso y un abrazo y me agradeció por haberle dado un poco de mi tiempo.

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