La vulnerabilidad de la imagen del cuerpo

Por Sofia Tarifeño

“Ser pendeja está buenísimo, la variedad de ropa, te entra todo, todo te queda bien, tan lindo, la dieta no existe y podés ponerte cosas ajustadas y usar bikini tranquila, comer sin culpa y sacarte todas las fotos que quieras”. Ese era el discurso de la mamá de Mariana.

Mariana de 15 años tenía que escuchar eso todas las veces que su madre tuviera ganas. Y ella se miraba la remera holgada, porque le daba vergüenza andar mostrándose, le daba cosa su panza, sí… Su propio cuerpo la intimidaba.

Su mamá se cuidaba todo lo que podía, comía lechuga, gelatina, puré de zapallo y muchas manzanas. Compartían poco en ese sentido ya que para Mariana cocinaba papas fritas, fideos y milanesas. Ella intentaba disfrutar, comprender.

Durante sus 15 años de vida, su mamá la había enviado a un montón de nutricionistas, para ver si podía “bajar de peso” acomodándose con las comidas. Mariana ya portaba la frustración con este tema, de chica le habían enseñado a comer banana con moderación, porque era altamente calórica, “mejor que coma manzana” decían los profesionales. Pasaba hambre y su madre solo le decía que era normal, “estaba muy malacostumbrada”. Pero claro… cuando no había tiempo, se comía McDonald´s.

La vida de Mariana era un mar de dudas, la información era tanta que ya estaba mareada. Sus amigas le hablaban de dietas y usaban tres talles menos que ella, se veía nuevamente la remera holgada, sintiéndose incómoda y vulnerable.

Hubo cinco momentos que marcaron un antes y después en la vida de esta adolescente y que, por supuesto, cambiaron su rumbo.

La primera fue su primer nutricionista a los 6 años. Los médicos le decían a la madre que probablemente ella iba a ser obesa, que había que empezar a prevenir. Lo que sí era cierto, era que el metabolismo que tenía era lento y que tenía tendencia a engordar, o así le decía su mamá.

La segunda fue poco antes de cumplir sus 15 años. Entre las primeras salidas y los cumpleaños de 15 con sus amigas salieron a comprarse ropa a un lugar que era súper caro, “de moda” y para “pibas”. No tenían el talle de pantalón de Mariana y las remeras parecía que se le iban a romper puestas. Se fue frustrada y en el local le dijeron que tal vez “debería ponerse a la moda” o “buscar un local más sencillo”.

La tercera transcurrió a los 14 años. Siempre pasaba por enfrente de la farmacia y esquivaba de su cabeza la idea de pesarse, le daba terror la balanza. Pero ese temible día llegó. Entró, después de casi 6 meses, y se pesó. Se sintió horrible cuando vio que había aumentado 10 kg. Salió con lágrimas en los ojos, sin saber que pensar, se odiaba. Llegó a su casa y se desplomó sobre los brazos de su mamá y entre llantos le contó la “tragedia”. Su madre la animó a ponerse las pilas y le sirvió unas verduritas al vapor para que empezara la dieta: “había que llegar al verano”.

El cuarto fue tal vez el más peligroso y tajante de su vida. Cursando tercer año del secundario, tenía un taller donde veían los “TCA”, en síntesis: la anorexia y la bulimia. Para Mariana eso era una estupidez, pero llamó su atención que la profesora nombre a “Ana y Mia”. Personificación que tomaban los blogs de estas enfermedades.

Una vez en su casa, no aguantó la curiosidad. Ingresó a las páginas y a este fenómeno. Le pareció absurdo, pero de alguna manera sintió un reflejo de su vida, de su imagen. Quiso no dejarse influenciar, pero no lo logró. A la mañana siguiente empezó a ser parte de esta comunidad y Ana y Mía ya estaban dentro suyo.

Su rápida flacura la enorgullecía, no consumía más de 400 calorías al día y las tenía bien contadas. Tenía un cuaderno secreto donde anotaba todas sus comidas, cuándo y cuánto vomitaba, cómo lograba que no la escucharan.

Su abuela la felicitaba, le decía que estaba tan hermosa, tan flaquita. Mariana cortaba la ropa, mostraba la panza y vestía su bikini, pero había un vacío que la carcomía. Había bajado 15 kg en 3 meses, todo un sacrificio decía. Todas sus amigas estaban encantadas, no podían creer que por fin Mariana estaba así de flaquita.

Había un problema, su mamá no estaba convencida con su cambio físico, ella sabía que algo no andaba bien y se lo hacía saber a Mariana.

El quinto momento fue el más difícil. Hacía una semana que le sangraba la nariz todas las mañanas. Se mareaba, se le había empezado a caer mucho el pelo y su piel se escamaba. No se acordaba de comer, pasaban las horas y ella no ingería nada. Ya el hambre no era parte de su vida, no lo sentía.

Esa tarde en el colegio fue a educación física y empezaron a trotar. De repente, Mariana se empezó a marear, las piernas se le cruzaban, todo se puso borroso para terminar negro. Se despertó en el hospital con una venda en la frente y a su cuerpo frágil le estaban poniendo suero, por eso había podido despertar de su profundo sueño. Entró el doctor a decirle que tenía deshidratación, anemia y amenorrea, que si no la atendían a tiempo estaría al borde de la muerte.

Todo para Mariana fue confuso, como un mal sueño. El doctor le hizo preguntas incómodas, era obvio que ya sabían de su secreto, de su tormento interior, convivía con Ana y Mía. Pero nadie le echó la culpa a ellas de la desgracia que estaba viviendo Mariana, todo, absolutamente todo, era su culpa. La responsabilidad era de la adolescente de 15 años.

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