Testimonios

La benevolente Patria

Por Jonathan Paineman

Juan tiene cincuenta años y actualmente es comerciante en General Roca, o como él dice, en su pueblo. Cuando tenía dieciocho le tocó como a tantos otros de su edad hacer la colimba y cuando cumplió diecinueve, estuvo a punto de ir a la guerra de Malvinas. “Menos mal que terminó antes”, dice, “si no, no estaría acá”.

Es un tipo alegre, pero cuando habla de Malvinas parece apagarse, parece viajar en el tiempo y situarse en una etapa gris de su vida, en acontecimientos que no hubiera querido vivir y que no debería haber vivido.

Le pregunto adónde hizo el servicio militar, me contesta como burlándose de la denominación que uso: “¡’Servicio militar’! Yo hice la colimba, y no te imaginás como me hicieron correr, limpiar y barrer esos milicos hijos de puta. En Junín de los Andes la hice”.

Su familia siempre fue pobre. Pobre, de esa pobreza digna que insiste en remarcar la gente que vivió otra época, y parece no darse cuenta que al mundo nos lo cambiaron, que ya no es el mismo. Huérfano de padre desde muy chico, vivía con su madre y sus cinco hermanos en un ranchito, en el que la dignidad de la pobreza no alcanzaba para salvar las necesidades básicas. Un día le dijeron que la Patria le cobraba todo aquello que le había dado. Y pasó de sufrir la dignidad de la pobreza a sufrir la pobreza de dignidad.

Y me lo cuenta. Me lo cuenta con la mirada perdida y los dedos inquietos sobre el vaso de vino. Me lo cuenta reviviendo cada instante, sintiendo el frío y la humillación otra vez. Extrañando a su madre y a su pueblo de nuevo. Me lo cuenta con bronca, con impotencia, y tal vez con un sentimiento de desquite, de desahogo.

“Nosotros no entendíamos nada. En el cuartel nos bailaban todo el tiempo. Nos sacaban a correr a las 5 de la mañana con un frío que te partía el alma. Vos estabas durmiendo, sonaba un silbato y a levantarse hermano. Y si no alcanzabas a ponerte las botas tenías que salir igual, y correr a pata sobre la nieve. ¡Y ojo con quejarse! Te iba peor. Si te mandabas alguna cagada te estaqueaban afuera y te dejaban uno o dos días ahí. A la noche te tapaban con una lona para que la helada no te caiga encima y te mate, mirá que buenos que eran.”

Trato de imaginar a esos pibes a los que la benevolente Patria les exigía cambiar la pelota por el fusil, para ponerse al mando de autoritarias autoridades. Comandantes y generales que se daban festines en el casino de oficiales, mientras sus subordinados tomaban mate cocido con un pedazo de pan duro. Esos mismos que los estaqueaban sin remordimiento para cobrarles las “cagadas” que se mandaban. Esas “cagadas” consistían en robar comida.

Cuando estalló la guerra todo se puso peor. Es extraño cómo en las cuestiones de la guerra siempre puede ser un poco peor, pero siempre es así. Es peor incluso cuando se cree que todo terminó. De hecho, para él podría haber sido mucho peor.

“Yo estaba cagado en las patas, hermano. Veía los camiones que se iban cargados de pibes. Para la guerra se iban ¿entendés? Y algunos hasta iban contentos, a pelear por la Patria, decían. Yo estaba re cagado… que se vaya a la mierda la patria”.

Me pregunto cómo será esa sensación de mirar a un compañero con el que hasta ayer compartías la vida diaria, sabiendo que posiblemente sea la última vez. Sabiendo que puede ser que no vuelva. Sabiendo que los cinco mangos que le debés, se los vas a tener que llevar a la tumba, si tiene la suerte de tener una tumba.

Cuando Juan asumió que en el próximo camión posiblemente le tocara ir a él, tomó la decisión de despedirse. Tenía dos días de franco antes del infierno y los usó para visitar a su madre, abrazar a sus hermanos, caminar las calles de su pueblo, tomar un mate en su cocina.

“Me vine caminando. Un poco a dedo y un poco caminando. Nunca en mi vida caminé tanto, hermano. Encima había nieve hasta más arriba de las rodillas, y un frío de la gran puta. Tardé un día entero en llegar a la casa de mi vieja. Y la encontré en la cama, cagada de frío estaba, sola estaba. Mis hermanos estaban todos laburando. Había que parar la olla en aquel entonces, no era nada fácil. Acá no estaban muy enterados de nada, solamente lo que pasaban en la radio y en los diarios: ¡que íbamos ganando! ¡Pero qué hijos de puta! Pero la cosa estaba jodida igual, estábamos en guerra ¿entendés?”.

Intento imaginar esa escena. Su madre, que es mi abuela, sola y con frío, tapada hasta la cabeza, intentando escapar a la crueldad del invierno, al abandono de la benevolente Patria. La veo diciéndole con voz de madre: “¿Ya te vas? Quedate un ratito más. Cuidate, hijito, que hace frío. Volvé pronto”. Y lo veo a él, con diecinueve años, con su robada juventud a cuestas. Lo veo besando la fría frente de su madre, buscando calor en un abrazo, cincelando en la memoria unos brazos a los quizá no vuelva. Lo veo sabiendo que debe dejar esos brazos, y esa ternura tan añorada, para caminar hacia la guerra.

“Pobre mi viejita, sola estaba y cagada de frío. Una hora estuve y me tuve que volver, ¿sabés?, una hora. Me tomé unos mates con ella y me volví. Caminé dos días para venir a darle un beso a mi vieja”.

Cuando llegó a Junín, el 16 de junio de 1982, la guerra había terminado. “Los que ‘estábamos ganando’ nos rendimos”. Los altos rangos del ejército ni siquiera ensuciaron sus zapatos con el helado suelo de Malvinas, pero mandaron a soldados dolorosamente jóvenes a grabar con sangre su suelo. Mi padre podría haber sido uno de esos 649 muertos por la benevolente Patria.

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