Una noche en la ciudad de cemento

Por Lautaro Mariano Melillán

Como siempre ahí, con la gente, con el pueblo, con lo popular. Como siempre rodeada de gente, en un lago de personas de diferentes ciudades, de diferentes provincias, hasta de países diferentes, todas reunidas ahí por un solo motivo: aquel 11 de marzo. Ahí estaría Luciana, una chica de baja estatura y pelo alborotado, junto a sus amigos “El Colo” y Raúl. Serían muchos, más de 150 mil personas, como peregrinos a un santuario. Sería un lugar sin enemigos, sería la patria grande.

Guitarra, cantos, escabio y porro. Después de dieciséis horas de colectivo, vieron el horizonte, percibieron con sus corazones ricoteros que la misa estaba por comenzar. Luciana, “El Colo” y Raúl se separaron de la masa amorfa de camisetas. A ellos se sumó “El Guitarrero”, unos centímetros más bajo que ella, medio regordete, con una remera todo menos blanca.

Lluvia desinteresada. Gotas flacas pisaban la tierra mojada de Olavarría, antaño lugar de trueque de españoles con los pueblos originarios. Tuvieron casi que nadar una hora en esas calles barrosas. No les importó. Ciudad de pocos habitantes, los mismos vecinos tenían puestos de comida, alcohol y remeras impregnadas de música. Llegaron al fin. Una fila de carpas había. No había seguridad. Era extraño, era una movilización gigante. No pedían entradas. Se cubrió la cartera con la campera; no era tonta.

Subió al escenario la razón de su extenso trayecto, con su pelada brillante, anteojos negros y el mameluco que lo caracteriza. Empezó a cantar. Empezó el pogo. Empezó la avalancha. El ruido se mezcló con el ruido. Como siempre, estaban los desmayados. Luciana se metió al pogo junto a los demás en el primer tema, Barba azul. Mientras más canciones pasaban, más cansada por los saltos, sin aire por su estatura y dolorida por unos codazos, manotazos. A su lado se encontraban “El Colo” y Raúl. A “El Guitarrero” no lo veían más, se había perdido en la multitud. El cantante terminó con un tema clásico pero antes de lo planeado y los tres amigos se fueron apurados porque el cole no los esperaría demasiado. Cuando partieron, el asiento de “El Guitarrero” estaba vacío.

Unas horas después, el celular de ella agarró un poco de señal. Se comunicó con su madre, se la notaba preocupada. Había muertos y desaparecidos en el recital. Luciana pensó en “El Guitarrero”, con su físico y la borrachera solo se podía esperar lo peor. En las noticias, desinformaban, recaía la culpa sobre la banda; gente que hablaba sin haber estado allí. Prefirió recordar los buenos momentos de esos días, se convenció de que podía evitarse algo así sólo con algunas precauciones. Esto ya lo había vivido antes con otra banda. La música es todo, menos muerte, la música no mata.

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