Techo de chapa

Por Agustina Guzmán

Tenía solo veinte años cuando mi abuelo falleció pero yo estaba a punto de ser papá y casi se me pasó. Mi novia embarazada, la panza le crecía y se me venía encima. Estaba ocupado en mi metamorfosis de adolescente grunge, rock y skate a papá, a un hombre de familia. Construía mi casa, mi casa de familia en el patio de lo de mi suegra.

Aquel día, el teléfono sonó y tuve que bajar. Estaba poniendo chapas en el techo de mi nueva casa, era un junio frío.

-Hola- Era mi hermana Claudia que me hablaba con un aliento de tristeza.

-El abuelo, Fernando, el abuelo- solo eso dijo antes de echarse a llorar, y yo que no sabía cómo se consolaba a alguien, menos por teléfono.

-¿Murió?-

Lloraba mi hermana del otro lado del teléfono y yo ya pensaba que tenía que volver a subir al techo, terminar de colocar las chapas, bañarme, cambiarme e ir, abrazar tíos moqueando, ver las tristes caras húmedas, llorosas, las flores blandas.

En la sala del velatorio, en una esquina del salón abracé a mi hermana y quise llorar con ella pero un relámpago pareció romper el cielo y empezó a llover, y mis ganas de llorar se perdieron en la bronca porque había empezado a llover y el techo de la que sería mi casa se estaba mojando. El llanto se atrasaría porque no era momento de llorar. La casa seguro se estaba llenando de agua igual que mi alma, pero no era momento de llorar.

La ceremonia de las lágrimas y de los recuerdos se perdió en el olvido.

Esta noche, mi hija de tres años, revoltosa, curiosa miró una foto y con extrañeza me la dio.

-Papá, ¿quiénes son?-

En el frondoso patio de plantas de zapallos, en la casa de mis abuelos estábamos los dos; él agachado como si fuera la foto del partido y abrazándome a mí, chiquitito al lado de él. Los dos vistiendo las camisetas verdes y blancas y mi cara de orgullo de estar con mi abuelo a punto de ir a ver algún partido. Los rostros iluminados por la luz del sol de aquel domingo.

Me pierdo en aquel tiempo. Mi pequeña niña que me mira sin entender me dejó llorar. Se había ido mi abuelo, casi mi padre, mi compañero en la cancha los fines de semana, cuando alentar al Taladro era el propósito de nuestras tardes. Cortar papelitos de diario para tirar en la entrada de los jugadores, estar en la cancha y gritar desbocadamente, volver caminando del Lencho hasta la casa tomado de su mano áspera. Los recuerdos se me habían perdido, pero esta noche están atropellándome y las lágrimas me brotan mientras mi hija me abraza.

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