Agustín Otaño. In memorian

Por Aitiana Melina Tebes

Iba a ser el día más triste de mi vida, pero yo todavía no lo sabía. Eso lo descubrí a las dos de la tarde con un llamado telefónico. Lo descubrí por una pregunta inocente y desconcertada, no podía culparla.

Ese domingo al mediodía estábamos desarmando el campamento que habíamos instalado dos días antes en el Pellegrini, cuando decidimos ir a festejar el día de la primavera. El lago estaba repleto, pero seguía viéndose desolado. Una tibia brisa patagónica recorría nuestros rostros bronceados. Nuestra juventud revivía de un difícil fin de semana. Una vez que terminamos de juntar las sillas, la mesita y la carpa nos subimos a la chata y emprendimos el viaje de vuelta. La música estaba tan fuerte que hacía vibrar los vidrios, la ruta hasta parecía cantar, la primavera quería decirnos algo. Jóvenes, felices, vitales, risueños, así nos sentíamos.

Hasta que el teléfono sonó. En ese momento no pude creerlo y tampoco pude hacerlo hasta mucho tiempo después.

Llegamos y la casa rebalsaba de gente. De tristeza. Padres desolados, amigos abatidos, gente confundida, ¿De verdad eso había pasado? ¿O era solo una pesadilla? ¿Acaso era una confusión? Todo pasaba demasiado rápido y me costaba entenderlo. Busqué a mi hermana entre todas las caras conocidas y desconocidas y cuando nos encontramos nos fundimos en un abrazo. Todo pareció quieto por un instante.

Él te quería mucho – dijo y no pude hacer otra cosa más que llorar.
Me hubiera gustado decir algo, pero no lo hice. Solo la abracé, como si un abrazo pudiera solucionar algo, como si por ese abrazo el día se hiciera menos triste, como si en un abrazo cupiera todo el dolor que llevábamos puesto.

El velorio fue a las cinco de la tarde, o a las seis, o a la siete, no lo sé. Lo que sí sé es que la casa funeraria nunca había estado tan llena. Recuerdo bien el cajón color roble con sus iniciales en el medio de la habitación, a mi papá abrazándome, a mi mamá llorando, a mi hermana inmóvil, incrédula. Recuerdo haberme preguntado quién había organizado todo en tan poco tiempo, quién había comprado las flores de la sala, seguro habrían sido costosas, quiénes eran los señores que sollozaban en una esquina. Sabía que no podía preguntarlo, no debía. Pero por momentos olvidaba por qué estaba ahí.

La ceremonia de las lágrimas y de los recuerdos se perdió en el aire. Se perdió al igual que las preguntas que nunca pude hacer. Se perdió al igual que todos esos planes que él tenía de irse a la cordillera con sus amigos en verano. Se perdió al igual que esa costumbre de tomar vodka barato que teníamos. Se perdió, se perdieron…

Se perdió, se perdieron, te perdiste para siempre en la Ruta 51.

Pero estás entre cerveza y cerveza cada vez que te recordamos. Estás con tu metro noventa y tu espalda de judoka. Estás con la caradurez que te caracterizaba, con esa apariencia de cuarenta siendo solo un adolescente.

Estás.

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