El cuarto de Tania

Por Francisco Mazzoni

Estábamos en casa con la abuela cuando sonó el teléfono. Mi hermana Tania, que acababa de cumplir dieciséis, corrió a atender, seguramente pensando que sería una amiga suya, pero en seguida llamó desde la cocina:

-¡Abuela! ¡Para vos! Del hospital –Mi abuela atendió.

Después de que murieron mis papás, mi abuela no se movió más ni habló más, así que mi tía y su marido Alberto se mudaron con nosotros.

-En nuestra casa no íbamos a entrar, Tania, y además acá es más cómodo para ustedes y para la abuelita –escuché que Alberto le explicó una vez a mi hermana, que lloraba con que se quería ir de la casa. Mi hermana lloraba colgada de mi tío y él la abrazaba muy fuerte. Mi tía también estaba triste, pero Alberto no la abrazaba como a mi hermana.

Habían pasado unas semanas ya desde que mis tíos se habían mudado, era de tardecita y yo estaba afuera tirándole piedras a los patos que nadaban en la pileta, cuando escuché gritos que venían desde la casa. Corrí como loco, capaz que la abuela se había caído o se estaba prendiendo fuego algo. En la cocina estaban mi hermana, coloradísima y muerta de vergüenza y mi abuela hecha una fiera, pegándole a Alberto, que estaba sin camisa, defendiéndose como podía de la lluvia de bastonazos que le caía encima.

-¡Ayudame pelotudo! ¡No te quedes ahí! –El grito de Alberto me hizo reaccionar – ¡Sacame a la vieja de encima!

Después de esa tarde, mi hermana empezó a esquivarme, no me respondía cuando le preguntaba si extrañaba a mamá o si pensaba que a papá le salía mucho mejor la tortilla de papas. A mi tía directamente le dejó de hablar, como si se hubieran enojado. En un momento Tania empezó a fumar a escondidas con mi tío. Casi todas las tardes la veía salir a mi hermana, caminaba hasta el alambrado que daba al río y encaraba como para la casa de su amiga. Mi tío salía siempre diez minutos después y volvía a la media hora. Mi hermana, media hora después.

Las sobremesas siempre eran incómodas después de esas salidas. Mi tía le preguntaba a dónde se iba y se enojaba cada vez que mi hermana le respondía que se iba a lo de sus amigas.

-¡Pendeja de mierda dejá de mentirme! –Su mirada se parecía a la de la abuela.

-¡Susana calmate! –La cortaba mi tío – La pendeja acaba de perder a sus viejos ¿Podés ser un poco más comprensiva?

Y Tania siempre se sonreía cuando mi tío la defendía, y eso era siempre, cada vez que discutían con mi tía, Alberto la defendía y ella se sonreía y se ponía colorada. Mi tía se iba, gritándole cosas a Tania y Alberto por igual, pero siempre volvía a la mañana siguiente, o a veces a los dos días.

Una de esas noches, mi tía y Tania pelearon más fuerte. Entre los gritos, escuché la voz de Alberto y después un golpe. Se encerraron en su cuarto dando un portazo y se escuchaba como mi tía seguía gritándole, “¡es una pendeja, hijo de puta!” y golpes, como si se estuvieran tirando cosas. Al rato nada más.

Pasé a ver a mi abuela, a quien después de lo de la cocina mis tíos habían decidido encerrar en su cuarto. Estaba acostada, respiraba mal y me balbuceaba algo que sonaba como una oración. Con los mismos ojos que tenía cuando llamaron del hospital, pero con miedo en vez de vacío. Gesticulaba como buscando las palabras, me agarró de la mano mientras señalaba hacia arriba. “¿Arriba mis papás muertos? ¿Arriba Dios? ¿Te vas a morir vos también?” Ella me seguía mirando y señalando hacia arriba, más agitada. Escuché los pasos pesados de Alberto en el pasillo.

-Arriba… ¿el cuarto de Tania?

Mi abuela me clavó las uñas.

–La ceremonia –me dijo –la ceremonia de las lágrimas y los recuerdos se perdió –y me agarró del cuello de la camisa –se perdió en el aire.

Arriba, Alberto y Tania. Mi tía, ya no los molestaba.

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