Sol de luna

Por Gabriel Jara

¿Te acordás de Luna Quintero? La china, como le decíamos en el barrio. Hija de un obrero y una costurera que se vinieron a la ciudad por el hartazgo de laburar tanto y nunca recibir un mango. Era la menor de tres hermanas. Flaca, morena y con una cara llena de lunares que le hacían honor a su nombre. Por las tardes, siempre caía a las guitarreadas en la plaza a fumar una seca y a pedir alguna canción de Spinetta; por las noches, nunca se negaba a una birra o a un vaso de vino.

Te debés acordar bien de ella. Vivía casi al frente de lo del negro ¿te acordás de lo que nos solía decir? Que las noches de tormenta siempre la miraba mientras se fumaba un pucho en su balcón. Enamorado estaba. Aunque ella siempre estaba en otra, no por agrandada ni por creerse la gran cosa, sino porque no creía en las personas. Ella siempre fue muy sencilla, aunque la vida nunca lo fue con ella.

De chiquita había tenido que abandonar el pueblo donde había pasado la infancia. Había dejado su caballo, sus amigas, la montaña y se había venido a la ciudad. La habían metido a un colegio privado, ya que el viejo había conseguido laburo en el instituto en el área de mantenimiento. Se había tenido que bancar de todo: burlas sobre “campesina”; se solía hacer dos colitas y entonces le decían “la chilindrina”; aunque no había sido sobresaliente en la escuela, solía pasar los recreos leyendo y la trataban de traga; y así, con todo. Si bien ella le había brindado poca importancia en ese momento, cada cosa había marcado, como todo en la vida.

En la adolescencia todo había seguido. En todo ese tiempo, había tenido tres grupos de amigas, pero nunca en ninguno la habían tratado como tal. En el primer grupo, le solían sacar el cuero; en el segundo, nunca le hacían la segunda; y en el tercero, siempre le habían soltado la mano. Con sus relaciones tampoco había tenido mucho éxito: sus únicos dos novios la habían engañado. Y cuando sus hermanas se habían independizado, su casa había dejado de ser un hogar.

En el barrio siempre la veíamos sonriente, pero nunca nadie se preocupó por entenderla. Si habrá sido sorpresa esa tarde que se marchó para otro lado. Agarró su mochila, un par de libros y se puso a viajar. Nunca nadie supo dónde. La noticia la dio el kiosquero: la había visto haciendo dedo en la ruta y se lo comentaba a todos los vecinos cuando iban a comprar.

Si, seguro te tenés que acordar de ella. De lo gris que era todo cuando no estaba dando vueltas. Y seguro te tenés que acordar de ese cuatro de marzo cuando volvió al barrio una tarde soleada. Ni el sol alumbraba tanto como ella. Se sentó con nosotros a tomar mate y después una birra. Y nos contó de todo: lugares, personas y poesías.

Acordate.

Acordate de la sensación que nos quedó ese día. Aunque la vida pesara como nunca, con ella la luna siempre salía.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.