Abstracción

Por Zoé Munk

Mis primeros pasos por la vida universitaria llegaron cargados de curiosidad y entusiasmo. Comunicación social, la carrera que estudio, resultó ser muy diferente de los que esperaba. Con siete materias y jornadas extensas, la facultad, se transformó en mi segundo hogar, por la cantidad de tiempo que allí paso.

Un día la profesora de locución nos ordenó recorrer el campus universitario con la simple y complicada tarea de escuchar todo a nuestro alrededor. Nos explicó que oír y escuchar no son lo mismo. Que el ser humano oye todo el tiempo pero ¿cuándo realmente escucha? Cuando cobra conciencia de lo que está oyendo. Por eso solicitó que prestáramos especial atención a cada sonido, al mismo tiempo que sembraba una duda en nuestra mente: ¿experimentamos alguna vez el silencio total?

Así pues comencé mi recorrido. En el exterior había muchos compañeros “escuchando” el sonido del viento, de sus pasos sobre las hojas otoñales, nadie había orientado su camino al edificio en el que regularmente cursamos. Me dirigí allí y comprobé que ese mismo día se había colocado una muestra fotográfica sobre “El proceso de reorganización nacional” como durante años se hizo llamar lo que realmente fue la dictadura más cruel y sangrienta en la historia de nuestro país.

En el hall principal, unas láminas mostraban imágenes de los juicios realizados a aquellos acusados por crímenes de lesa humanidad de la zona. En una de ellas, una chica entre lágrimas le escribía a su padre lo que estaba sucediendo. Él, un sobreviviente, había perdido la audición a causa de una terrible golpiza. Sus victimarios estaban ganando el juicio.

A lo largo del pasillo, la exposición continuaba pero rotulada “Compañeros”. Se exhibían, en formato carnet, los rostros de alrededor de 70 jóvenes. Las imágenes eran acompañadas por textos que narraban sus vidas y modos de ser, gustos y profesiones hasta el momento de su secuestro. Y el lugar donde habían sido desprovistos de su libertad.

Entre las fotos de los antiguos compañeros vi a la de la chica que lloraba junto al hombre sordo en el juicio. Mi reacción inicial fue de sorpresa. ¡Es imposible que se mantenga joven durante tanto tiempo! Al notar que compartían nombre pero no apellido, lo entendí. Era su madre, desaparecida cuando ella era tan solo un bebé.

Estudiantes, graduados, profesores, una por una fui leyendo sus historias y emocionándome indescriptiblemente. No podía hacer otra cosa que imaginarme encontrar, entre esas fotos carnet, a la chica de la remera de Evita que todos los días se sienta a mi lado, ver la cara gentil del compañero que me prestó una birome, el pibe del fondo que siempre ceba mate y hace comentarios ocurrentes. La rubia intelectual de la primera fila que opina en todas las cátedras y el profesor que con entusiasmo nos habla sobre los distintos enfoques de la comunicación. Me hizo poner en la piel de toda esa gente con fe en el estudio como forma de progreso. Que defendía sus valores, que creía que a su mundo le esperaba un mejor futuro que el que estaba viviendo; y luchó con pasión para que así fuera. Todos ellos torturados y asesinados y todas las otras personas que vivieron cada día restante de la vida, esperando verlos regresar.

Recién al concluir la exposición que cerraba con una línea de tiempo sobre las dictaduras e Latinoamérica, me percaté de que había encontrado la respuesta que la profesora había sembrado en mí. Durante toda la muestra al estar tan compenetrada en la lectura, no había escuchado un solo sonido a mi alrededor. Evidentemente, la audición es un sentido completamente dependiente de nuestra concentración. En los centros clandestinos a los prisioneros se les impedía hablar y se les tapaba los ojos. De ese modo, sus oídos se agudizaron y con el correr de los días crearon un lenguaje cifrado de sonido. En una época donde decir algo demás podía hacer desparecer, cuando el silencio del pueblo acumulaba gritos bajo tierra: ¿qué sonidos ocultaría ese silencio?

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