El mito que me salvó la vida

Por Fausto Casanova

Diez segundos en los que la sangre de mi cuerpo hirvió. Me puse de todos colores, ya veía como mi vida se terminaba en tan solo una maniobra.

Tenía 16 años, estábamos en vacaciones de invierno. Me juntaba todos los días y todas las noches con mis amigos. A pesar del frío y las heladas nos gustaba andar afuera. Si conseguíamos que nos presten un auto era la gloria.

Un día, a mi amiga Luján le pasaron el auto sus viejos, pero ella no sabía manejar y ningún otro sabía. Me lo dejaron a cargo.

Nos gustaba dar vueltas por todo el pueblo, recorríamos todas las calles, dábamos vueltas alrededor del cementerio y ese día nos dimos la posibilidad de comprobar un mito. Teníamos que hacer dos kilómetros hacia la zona de chacras y viveros, para llegar a una casa abandonada, con una silla en el medio y un tronco quemado a su lado.

El mito no importa. Ninguno de nosotros tuvo el coraje de sentarse en la silla. Nos cagamos.

Nos fuimos de la casa, agarré el auto y me metí por la zona de chacras. Un camino de campo, rodeado de cerros y árboles inmensos que parecía no tener fin. Avanzamos mucho, pero sin encontrar nada interesante. Frene, apagué las luces y apagué el auto.

Nos quedamos adentro por el frío. Estaba completamente oscuro, nos mirábamos las caras con la luz de los celulares. Podíamos mirar el cielo y las estrellas que se veían hermosas. Los celulares ya estaban sin señal. Nos pusimos a buscar la Cruz del Sur, las Tres Marías. Hablamos pavadas como siempre. Nos cargábamos, discutimos de política, le sacamos el cuero a la gente…

En un instante, Sol dijo:

– ¿Ustedes están viendo la luz en medio del cerro?

– ¿Qué luz, boluda? Le dijo Antonio.

– Pará, creo que la veo-. – Es la luz mala, me contaron de ella- dije para asustarlos.

Luján se quedó callada.

No le dimos mucha importancia, y en minutos la luz estaba más abajo y más cerca de nosotros. Se venía cada vez más rápido. Arranqué el auto, dí la vuelta y lo puse a todo lo que daba. Una curva hizo que el auto se me fuera de cola, y lo empecé a volantear. El auto se me iba contra las rocas al costado, se me iba y se me iba. Ya no había algo que pudiera hacer. Solté todo, el volante, frenos, palanca de cambio y lo dejé ir. Ya destinado a chocar contra las piedras, solo sentía cómo las cuatro ruedas se arrastraban en el ripio, desparramando piedras que daban debajo del auto.

Hasta que un golpe lo frenó. No era ni un árbol inmenso, ni las rocas inmensas del algún cerro.

Mis amigos agarrados de los costados, muy asustados no decían nada. A mí me pasó la vida entera en ese momento. La cagada a pedo más grande de mis viejos y el tener que laburar el día a día para pagar los arreglos me esperaba. Me bajé. Una gran nube de polvo cubría el auto y no se veía nada.

La suerte me favoreció. La casualidad de chocar con el mismo tronco quemado de la casa, que estaba ahí, para frenar el auto. La rueda trasera dio contra el tronco, y créanme que el auto no se hizo nada. Si el tronco no hubiese estado allí, hoy sería muy diferente la historia.

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