Papá sin suerte

Por Julieta Cabral

Hoy fui a trabajar como normalmente hago. Estaba muy entretenido cuando escuché que sonaba mi celular, vi que quien me llamaba era mi mujer. Sonreí. Todos los días me llamaba a la misma hora para saber cómo estaba yendo mi día. Atendí con un “Buenos días, cielo”. Pero no eran buenos, para nada.

– Abi-mi-dios—escuchaba que repetía una y otra vez. No entendía qué pasaba, le pedí que se tranquilizara y me contara bien. –Hay que llevarla al hospital, ¡Abi mi dios!—decía desesperada.

Mi corazón se paró. No sabía lo que había sucedido pero no era bueno, nada bueno. Corrí hacia mi auto, sin siquiera avisar ni saludar a nadie. Solo corrí. Llegué al auto y sin pensarlo salí lo más rápido que pude hacia la casa. Por suerte no quedaba lejos. Cuando llegué comencé a tocar bocina y a gritar para que se apuraran. Mi niña estaba mal. Su madre la traía cargada contra su pecho. Mi mujer comenzó a llorar apenas se subió al auto, traté de tranquilizarla y le pedí que me contara qué había sucedido. Me contó. No lo podía creer. Mi niña, mi pequeña niña.

Llegamos a la avenida y el tráfico estaba detenido. Comencé a tocar bocina como loco, porque sí que estaba loco, desesperado. -¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital!- repetía, y un par de autos se movieron para dejarnos pasar. Pasé a esos autos pero otra vez detenido tras una larga fila de autos. En un momento, me dejé caer sobre el volante, me rendí, estaba aturdido, no sabía qué hacer. Solo pensaba en Abi. Solo piensa en Abi- me dije. Y se me ocurrió una idea.

-Sacáte la bombacha—le pedí a mi hija mayor. Vi en su cara que no comprendía lo que yo decía o por qué lo decía.

-¡Sacáte la puta bombacha!—le gritó mi mujer al ver que la niña no reaccionaba. Se la sacó. Se la quité de las manos, bajé la ventanilla, saqué la bombacha blanca para afuera y la alcé en alto sacudiéndola. Comencé a gritar y a tocar bocina. La gente miraba extrañada y no me importaba. Lo único en lo que pensaba era en Abi. Por suerte, había una ambulancia cerca, vio lo que sucedía y nos escoltó hacia el hospital. Hasta no llegar allí no dejé de sacudir la bombacha.

Cuando llegamos al hospital, mi mujer corrió rápido hacia adentro con Abi en brazos y yo ayudé a bajar a mi pequeña niña mayor. Le pedí que se quedara sentada en la sala de espera hasta que volvamos y me fui hacia el consultorio. Primero, el doctor dijo que tenía que tomar mucha agua para poder despedir la lavandina que había tomado, pero cuando Abi vio la aguja que le iban a poner en el brazo comenzó a llorar y patalear. Le tenía miedo, siempre le había temido.

Para tranquilizarla le conté una historia inventada que se la contaba las noches que se despertaba llorando por haber tenido pesadillas.

-Julia, la niña valiente. Y que valiente era Julia. Tenía miedo, sí pero era valiente y no lloraba. Siempre que tenía miedo comenzaba a pensar en todas las cosas lindas que le gustaban: unicornios, arcoíris, chocolates, ¡Helado! Y así, pensando en cosas lindas y coloridas se olvidaba de que tenía miedo y podía estar tranquila y contenta. Cuando volvía a tener miedo solo pensaba otra vez en todo lo que le hacía bien y se le pasaba—Ella contenta me sonrió y dejó que la enfermera le pinchara el brazo para colocarle el suero. Yo la felicité por ser tan valiente como Julia.

Unos minutos más tarde, Abi se encontraba mejor. Solo había sido un susto. Un gran y enorme susto. Pero el doctor igual nos dijo que debía hacerle un lavado de estómago. No estaba de acuerdo, si los análisis dieron bien, no comprendía por qué era necesario someterla a un momento tan feo. Dudé pero el “por las dudas” del médico me hizo decidirlo. Dije que no. Mi mujer trató de convencerme pero terminé la discusión con un: -no voy a acceder a semejante estupidez. Y allí se acabó.

Tardamos unos minutos en enlistar a Abi, agradecimos al doctor, agarramos nuestras cosas y salimos del consultorio. Mi niña mayor no estaba en donde la había dejado sentada. Comencé a llamarla –seguro fue al baño—le dije a mi mujer. Ella fue al baño de mujeres y nada. No estaba. Pregunté a las asistentes de la entrada y me dijeron que una niña había salido por la puerta con un hombre hacía tan solo unos minutos. Me asusté. Mi mujer me miró pálida. Salí corriendo hacia afuera y vi a un policía que observaba mi auto. Le dije lo que sucedía y se lo comunicó a sus compañeros.

Pasaron varios minutos y mi niña no aparecía. Nadie sabía de ella. Entonces la vi. Venía de la mano con un hombre. Grité el nombre de mi hija con voz desesperada. No pensé, solo reaccioné. Me tiré arriba de aquel asqueroso hombre y traté de golpearlo. Los guardias me sacaron. Y qué suerte tuve que me hayan sacado, sino sí que él hubiese sido un hombre sin suerte.

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