Pequeños momentos. Grandes historias

Por Martín Ferragut

Los sentimientos, las emociones y las sensaciones nos ayudan a percibir, a experimentar y a descifrar el mundo que nos rodea. Como en casi todo el transitar de la vida, está el lado bueno y el lado malo, el bien y el mal, el miedo contra la alegría. Estos dos polos se entrecruzan y complementan lo cotidiano. Las pequeñas historias así lo demuestran.

Lo sentimientos, las emociones y las sensaciones nos acompañan a lo largo de la vida, en lo cotidiano de nuestro andar. En este momento una canción del Flaco suena leve y me despierta el lado más sensible de mi ser. Me acompaña una sensación de satisfacción al escribir. La imaginación también está llena de estos sentires, piénsese en el lugar del mundo que siempre le gustó estar, una cerveza con los seres queridos, un picadito de fútbol, una charla que le gustaría tener con alguien. Todo esto siempre lo estaremos recubriendo con emociones, sentimientos y gratas o no tan gratas sensaciones.

Yo me encontraba en mis vacaciones en la casa de mis padres, en San Martín de los Andes. Todo era tranquilidad, escuchaba la música que me gustaba y mi vieja preparaba los mates de la mañana. Rogelio, mi perro, me acerca una pelota de media para que juegue con él. Un ambiente gustoso. El celular suena de repente. Es el mensaje de una amiga escrito en letras mayúsculas como en un grito desesperado, diciéndome que mire Facebook que ahí me había etiquetado en una publicación. Preocupado, voy hacia la computadora y miro. Un solo clic bastó para que en mi cuerpo corra adrenalina, alegría, exaltación, todos los sentimientos y sensaciones atiborraron mi cuerpo. La banda que sigo desde chico tocaba en dos meses y las entradas salían a la venta al otro día.

Esa sensación de alegría se empezó a nublar con otra noticia que me enteraba en ese mismo instante. La gente estaba acampando para sacar entradas. La banda tocaba por primera vez en la provincia y prometía ser una fiesta. Y yo tenía todas las de perder en esa gran fiesta. Salgo al patio, los viejos ya habían arrancado con los mates, me siento y mi mamá me lee la mirada, o eso sentí yo.

– ¿Qué pasa hijo?

– Nada, ma.

– Te conozco, ¿qué pasó?

– Va a tocar el Pato en Neuquén y las entradas salen mañana.

– Te damos plata para que la saques cuando vayas a rendir.

– Lo que pasa es que la gente está acampando y no sé si vayan a quedar cuando yo vaya

– Y bueno. Andate a la noche para allá y la sacás.

Mis ojos se iluminaron, lo sentí. El cuerpo volvió a estallarme de alegría, el sueño volvía a reflotar. Aquella banda que de pequeño a uno les empieza a dejar letras, esas letras que se cantan con tanto fulgor y sentimientos debajo de la ducha, aquella banda iba a ver yo. Un abrazo a la vieja, una sonrisa a mi padre y a sacar el pasaje. Sentí una especie de alegría y tristeza, iba a ver la banda que me gustaba, pero dejaba muy pronto a los viejos, decisiones que se tienen que tomar.

El viaje duró 7 horas. Salí a las 12 y llegué a las 7 de la mañana. Bajé del colectivo somnoliento y una ola de calor me acarició el rostro. No recuerdo cuantos grados hacía aquella mañana, pero sin dudas era un indicio de que más al mediodía la cosa se iba a poner seria. Agarré mi gigante mochila y fui en busca de un cole que me acerque al parque central. Al llegar, la fila daba toda la vuelta a la manzana. Eran las 8 de la mañana y la venta de entradas arrancaba a las 17. ¿Qué iba a hacer todo el día sentado solo ahí? No lo sabía, pero yo iba a sacar mi entrada y eso era impagable.

El tiempo transcurría con mucha lentitud. Sentía haber entrado en una máquina del tiempo, una sensación interminable. Los minutos seguían pasando lentamente y yo seguía bajo los rayos del ardiente sol que iluminaba el cielo neuquino. La gente a mi alrededor hablaba sí, otros tomaban mates. Las guitarras eran moneda corriente en aquella fila, se escuchaba una que otra canción entonada entre todos. Un hombre, pasado de copas, que estaba sentado en la otra cuadra, gritaba y cantaba también, había un clima de vivacidad. El gozo y el placer inundaban esa cuadra a pesar de que, para mí, el tiempo no pasaba. Mandé mensajes a todos mis contactos neuquinos para que me hicieran el aguante, aunque sea un rato. La visita no tardó en llegar. Unos mates por acá, unas charlas y unas risas por allá y el tiempo se puso en marcha.

En la hora de la comida quedé solo nuevamente, pero ya no importaba, quedaba menos para que sean las 17. En la fila se corría la bola de que abrirían antes por el malestar de los demás locales al estar ocupadas las veredas. Eso animaba un poco más la situación. Los periodistas de radio y televisión empezaban a llegar con sus micrófonos. Los chicos al ver esto, empezaron a cantar más fuerte. Los periodistas ponían sus micrófonos ante los personajes más destacados. Una chica se puso en frente mío y me preguntó:

– ¿De dónde venís? – seguramente le impresionó mi mochila enorme

– De Sanma.

– ¿Puedo hacerte unas preguntas?

– Sí, no hay problema.

– Ponete estos auriculares, cuando me den el “ok” los chicos del piso te van a empezar a hacer preguntas.

Yo sólo asentí. El nerviosismo empezó a correr por mi sangre. ¿Qué iba a decir? Yo no me sentía destacado, tenía mi mochilón y mi soledad, no tenía nada para decir, solo tenía sueño y quería que fueran las 17 para irme a mi departamento. De todos modos, ya había dicho que sí. La entrevista comenzó y no fue el dolor de cabeza que presentía, fue muy gustosa.

Ya eran las 15, eso se empezó a sentir alrededor. Unos chicos me hablaron del calor, me preguntaron de donde venía y me invitaron a tomar una cerveza. Hicimos una vaquita y fuimos a comprar al negocio de enfrente, dejamos los bolsos en la fila, yo agarré mi plata y documento, lo demás lo iba a mirar desde lejos. Apareció una guitarra, aparecieron las cervezas, la gente se fue acercando donde estábamos y el hombre pasado de copas también. Empezamos a cantar, a saltar, los popurrís iban cambiando como cambiaban las personas que tocaban la guitarra.

Seguían cayendo cervezas a la ronda, la gente iba de acá para allá, yo empecé a mirar mi mochilón si seguía en el mismo lugar. Estaba todo correcto. Miré a mi costado y comencé a observar dos chicas que se acercaron al hombre pasado de copas. Una de ellas se le puso en frente y le dijo “hola”, el hombre quedó petrificado, no respondía, era como si todo el alcohol que corría por sus venas se hubiese evaporado, solo había vergüenza e inquietud. La chica lo miraba firmemente, su mirada no se despegaba ni un segundo de sus ojos. El tiempo se había detenido nuevamente. Al no obtener respuesta, la chica lanzó otra pregunta:

– ¿Te acordás de mí?

La respuesta del hombre se hacía esperar. Yo seguía expectante de aquella situación, mi mundo se redujo a su mundo, a lo que pasaba, no sentía el cantar de la gente, ni los murmullos, no sentía nada. Al hombre se le cambiaron las facciones, pasó de una dureza a una leve expresión de felicidad y tristeza, por lo que respondió

– Sí, cómo no voy a acordarme de vos, hija.

La chica rompió en llanto, el hombre la estrelló en un abrazo, los dos lloraban juntos y yo compartía su alegría con una leve sonrisa. El abrazo de alguien desconocido y su cantar, me desconectó de la historia, otro me abrazó y empezó saltar y los seguí. Cuando miré nuevamente hacia el lugar las dos personas ya no estaban. Solo quedaba en mí el hermoso recuerdo de haber visto su reencuentro. Nunca sabré por qué estaban distanciados, nunca sabré qué los había distanciado, solo sabía que en aquellos 5 minutos alguien era tan feliz con solo el abrazo de su padre. Como fui feliz yo con el abrazo de los míos antes de partir.

Esta bella historia, lamentablemente, no se repite en todo lo ancho y largo del país. Así lo demostró UNICEF y la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (SENNAF), quienes realizaron un estudio entre 2010 y 2011 sobre la “Situación de niños, niñas y adolescentes sin cuidados parentales en la República Argentina”. De acuerdo con el estudio, en Argentina hay 14.675 niños, niñas y adolescentes sin cuidados parentales. Esto es, chicos y chicas que por algún motivo no viven con sus familias de origen e ingresan a una institución de puertas abiertas o a un programa de cuidado familiar, hasta que se resuelve el conflicto que los alejó de su casa y pueden volver o son adoptados por otra familia o cumplen la mayoría de edad y se independizan. Niños y niñas, que por motivos diferentes no pueden disfrutar del abrazo de sus familiares. Niños y niñas, que no se les iluminaran la cara por el solo contacto y calor de su misma sangre. Niños y niñas, que podrán ser cobijados al calor de otras personas.

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