Una niña con suerte

Tamara Chazarreta

Después de las palabras de aquella mujer nada fue igual, vagaba sin una pizca de suerte, nada salía como quería, nada de lo que quería podía conseguir. La vida era aburrida, realmente aburrida, después de ser despedido, conseguir trabajo era una odisea y cada vez que estaba a punto de conseguirlo todo se tornaba mal.

Esta vez terminé en el hospital por caer de unas escaleras antes de dar una entrevista de trabajo, las consecuencias no eran graves pero apostaba a que el tiempo había seguido su curso y otra persona ya había sido contratada. Las enfermeras me pidieron que me quedara en la sala de espera porque había un o una paciente más grave que yo.

Me dirigí a las sillas naranjas y ví a una niña de unos ocho o diez años, ahí. Sentada. Sola en la sala de espera. Muy seria. Tomé asiento a su lado y le pregunté:

-¿Qué tal? -Amablemente para que no temiera. Se tomó un momento en contestar

-Bien- respondió. No parecía eso.

-¿Estás esperando a alguien?- otro momento y negó en silencio.

– ¿Y por qué estas sentada en la sala de espera?- le pregunté.

No me respondió y supe que no estaba bien. Yo no entendía porque estaba sola en un lugar como este. Entonces saqué de mi billetera un pequeño papel que valía por un helado, creo que esa había sido mi última vez con suerte. Se lo ofrecí y ella no lo aceptó.

-Como quieras- le dije- es entendible, los niños no deberían aceptar cosas que vengan de extraños.

Empecé a llenar uno de mis crucigramas pero un comentario me llamó la atención

– Es mi cumpleaños- dijo como para íi misma, y el tono en su voz la delató.

Sorprendido dejé mi libreta y le dije:

-Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?

-No tengo bombacha- me dijo.

Ya me parecía el colmo, ¿cómo una niña puede estar sola en una sala de espera y sin bombacha el día de su cumpleaños? Me imaginé lo peor.

-No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños- le dije.

-Ya sé.

Algo debía hacer por ella, era su cumpleaños. Le dije que yo solucionaría el problema y que iríamos a conseguir una bombacha. Dudó un poco, era difícil hacer que confiara en mí, pero me siguió. Salimos por el estacionamiento, la llevé a un viejo shopping de bombachas a tres pesos, no tenía dinero pero me las iba a ingeniar.

La niña me señaló unas de color banco, simple, sin moño.

– Hay que buscar una mejor y estar seguros de que sea la indicada.- le dije

Entre las prendas ví unas bombachas para niñas de diferentes colores y estampadas con la cara de Kitty, tomé una negra de su talla, sabía que estaban más caras que las otras pero le saqué la alarma y se la dí para que se la probara.

Yendo a los probadores me preguntó mi nombre, pero no podía decírselo, no porque no quisiera, si no, porque según las palabras de aquella mujer, si yo decía mi nombre podría morir.

-Una mujer a la que quise mucho y lastimé me maldijo con un mal de ojo, dijo que si decía mi nombre moriría y desde entonces la suerte me ha abandonado.- intenté explicarle.

La gente ya no confiaba en mí y no podía dejar que esta niña tampoco lo hiciera, así que escribí mi nombre en un papel y se lo di.

-Léelo para vos misma- le dije y la envié a los probadores.

Cuando mi pequeña amiga salió y cuando noté que no llevaba la bombacha en la mano supe que ya no debía preocuparme porque anduviera sin bombacha el día de su cumpleaños. Caminamos a la salida y mientras íbamos por la avenida un hombre vino hacia nosotros y gritó:

-¡Lucinda!

Al parecer ese era el nombre de la pequeña que me acompañaba. Unos oficiales se tiraron encima de mí y la solté de la mano. Me preguntaron mi nombre y no respondí, me preguntaron qué estaba haciendo, y no respondí.

Una mujer gritó “hijo de puta, hijo de puta” y un hombre comenzó a golpearme.

-Otra vez la mala suerte – me dije-. Bueno por lo menos algo bueno hice este día.

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