Con él, solo lágrimas

Por Nicolás Arigón

La noche del 24 de diciembre de 2016 fue la primera vez que toda mi familia se encontraba compartiendo un mismo espacio, habíamos pasado la tarde juntos y nos encontrábamos reunidos para cenar y festejar.

Estábamos sentados alrededor de la mesa. Miré a mi alrededor. Allí estaba el tío Julio. Un hombre alto que no me inspiraba confianza, quizás porque era la primera vez que lo veía en persona. Llevaba puesta una chaqueta negra digna de motoquero de los años 90 y aparentaba unos 50 años. A su lado estaba su esposa, Clara, que parecía varios años menor que él y no había dicho ni una sola palabra en lo que llevábamos del día.

Al otro lado de la mesa estaban mis primos, Juan y Agustín, a ellos les encantaba armar revuelo. Esta vez, discutían con mi papá porque nadie había traído el helado. Yo solo observaba desde lejos, rogando que pararan de una vez.

Justo en frente de mí se encontraba sentada, con su leve sonrisa y tapada con su poncho favorito, mi abuela Margarita. Única razón por la que todos estábamos reunidos esa noche.

Margarita era la típica abuela que es considerada madre de todos, tenía una voz dulce, de esas que te permiten ver todo más claro. Arrugada, bajita, vestida siempre de colores. De ella emanaba la sensación de que ante cualquier problema, ella estaba. Y más allá de que entre familiares no nos llevábamos muy bien, su malestar por no saber cuándo se acabarían sus días, hicieron que nuestras diferencias quedaran a un lado.

Y en un momento todo se arruinó. La insaciable guerra de reproches hacia mi papá por el helado no parecía tener fin. Mi tío Julio estaba discutiendo con su esposa y el cotilleo era insoportable. Pero todo cesó en un segundo luego de escuchar el golpe, un golpe seco, breve pero suficiente como para que todos giraran su cabeza y dirigieran sus pupilas hacia lo sucedido. Era la abuela, se encontraba tendida en el suelo, con una mano apretada en su pecho y la mirada perdida.

En cuestión de segundos todos corrieron para ayudarla, pero fue inútil, su vida se había perdido junto a los insultos y gritos del momento. El silencio invadió el lugar. Solo se escuchaban los vecinos disfrutando los últimos minutos antes de destapar el champagne.

Llamamos a la ambulancia y como era de esperar tardaron una eternidad. Por mi parte una vez que pasó el descontrol del momento salí a tomar aire. La calle estaba desierta, la Avenida Mendoza era recorrida durante todo el día, pero en ese momento no había un alma. Ya no recordaba que era nochebuena, no recordaba que faltaban segundos para festejar. La noche estaba envuelta en incertidumbre.

Casi un año más tarde, la ceremonia de las lágrimas y los recuerdos se perdió en el aire. No organizamos nada, ni juntada familiar, ni festejos, ni cena y ni siquiera una discusión por quién traía el postre.

Mi primer y único recuerdo de familia. Con él, solo lágrimas.

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