De cenizas, un pueblo

Por Francisco Mazzoni

Dios perdona,
el hombre a veces
la naturaleza nunca
anda por acá.

Los Piojos

Los viejos intentan recordar. Fruncen fuerte el ceño y hacen ruidos como quien hurga buscando algo en un bolso muy profundo. Cuando el fogón y la charla lo ameritan, estos viejos, retazos de pueblos que ya no existen, fruncen el ceño, hacen ruidos e intentan recordar.

Junio, el invierno de dos mil once estaba empezando a apuntalarse en la cordillera patagónica. Jeremías tenía entonces trece años y vio relámpagos hacia el Sur. Su hermano mayor lo desestimó dos veces, una por el supuesto relámpago y otra por el supuesto trueno; no era ni la época ni el lugar para tormentas, le dijo. Pero no hubo una tercera, porque Jeremías tenía razón y cuando su hermano prestó atención, truenos y relámpagos habían dejado de ser supuestos. Hacia el Sur, la noche tembló.

Dos días después, no amaneció en el pequeño pueblito de frontera.

Los niños que caminaban a la escuela, gritaron de alegría por la nevada tempranera, trataron de atrapar los copos con la lengua.

Y tosieron.

Los adultos miraron preocupados hacia el cielo, con los ojos bien abiertos buscando el sol.

Y tosieron.

Jeremías confirmó sus temores, y tosió. Abuelos, hoy ya más que muertos, llamaron a sus hijos y a sus nietos preguntando qué pasaba, preguntando si lo que decían las noticias a miles de kilómetros era verdad.

– Sí abuelo, sí Tata –Respondieron voces a lo largo y ancho de la Patagonia .– Es verdad que el sol no salió hoy.

-Es verdad que se nos murieron las 50 ovejas –Decían masticando las palabras –Es verdad que no hay agua en ningún lado Abuelo.

Y la gente no paraba de toser.

Mi vecino tose con sangre abuelo.
El desastre mostró su cara gris a un pueblo inexperto. Había que salir lo menos posible, y nunca sin gafas ni barbijo. No había que tomar agua de la canilla porque estaba contaminada. Desde Buenos Aires, como a cuenta gotas, llegaban las raciones. Agua y comida empaquetada, con gusto a plástico.

La muerte llegaba relativamente rápido. Cuando empeoraba la tos, venía la sangre y después llegaban las infecciones. La ceniza había traído consigo minúsculas esquirlas que lastimaban desde adentro.

Padres enterraron a sus hijos e hijos a sus padres y hermanos a sus hermanos. Vecinos hicieron llegar sus condolencias y las herramientas para cavar. Pero nadie lloró, en ese pueblo ni en ningún otro. Como la tierra, los lagrimales estaban resecos.

Jeremías fue el primero en notar cómo primero su mamá, una fumadora empedernida, y luego su papá, siempreverde como el maitén, ocultaban la tos con pañuelos cada vez más oscuros, esperando que no se notase la sangre. Él y sus hermanos también tuvieron que aprender a enterrar antes de que fuera tiempo. Las cenas que siguieron fueron discusión entre los hermanos. Quedarse o evacuar. Morirse si tocaba. O esperar a que el viento les jugase una buena y soplara la ceniza de vuelta para Chile.

Las cenizas son de ellos –dijo alguien en Casa Rosada y replicaban voces roncas en el Sur –Ojalá el viento gire y les sople en la cara a los chilenos de mierda.
Pero el viento sopló siempre desde el oeste, y hermanos enterraron hermanos.

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